Filiberto Santiago Rodríguez es un escritor oaxaqueño que se ha dedicado principalmente al género del cuento. Sus relatos se caracterizan por explorar temas como la memoria, la identidad, el amor, la violencia y la muerte, con un estilo que combina el realismo y la fantasía, el humor y la ironía, la oralidad y la intertextualidad. Sus cuentos han sido publicados en diversos periódicos, revistas y antologías.
Entre sus cuentos más destacados se encuentran:
Los elotes: narra la historia de Germán, un hombre que regresa a su pueblo natal después de cincuenta años para enfrentar el recuerdo de su madre, quien lo traicionó con su tío cuando era niño. El cuento muestra el contraste entre la inocencia perdida y la amargura acumulada, así como el simbolismo del maíz como elemento de identidad y de ofrenda. Rolando y la bicicleta. El sueño de los elefantes. Filiberto Santiago Rodríguez, un escritor oaxaqueño que merece ser leído y reconocido por su talento narrativo.
Don Fili
¡Tienen que bautizarlo de inmediato, porque no va a vivir más de una semana¡ Así le dijo el partero-brujo a mi madre, cuando en medio de dolores y sufrimientos trajo al mundo a su primogénito. De esta manera, a los tres días de nacido y en medio de urgencias espirituales (para que no me fuera a donde dicen que se van las almas que no conocen a Dios) fui bautizado en el templo Dominico de Yanhuitlán, en el corazón de la Mixteca. Así pasó una semana, se fue un mes y vinieron los años, muchos años, y la profecía del partero Tacho, que dicho sea de paso, ese era su nombre, se fue quedando en el olvido, o tal vez fue la muerte quien se olvidó de mí, o los seres divinos no quisieron quitarle su destino y misión de madre a quien me diera la vida. Es difícil no caer en la vanidad, pero siento que mí llegada les dio felicidad y alegría a mis padres. Por ser su primogénito, era el orgullo de mi papá, y de mi madre era el ser más preciado. Cuántas veces no se enfrentó a mi padre para que no me llevara a trabajar al campo, a sembrar y a pizcar maíz, a trillar el trigo y el alpiste, que con sus aguates puntiagudos, diminutos y suaves que cubren la semilla, me formaba llagas llenas de pus que se infectaban y eso era un tormento doloroso para ella. A través de los años mi mamá fue moldeando los lazos de cariño y querencia hacia mi persona y yo fui bordando un cordón de afinidad nacido de la devoción. Han pasado muchos años. Yo me hice viejo, y mi mamá atesora ochenta y siete años de su vida. EI tiempo también trajo el Alzheimer a mi padre y un cáncer de brazo para ella, pero jamás habla de su enfermedad, es como si no existiera. Mi madre se siente fuerte, sostenida por aquellos lazos que tejimos en los sesenta y nueve años que hemos caminado juntos, días de inmensas alegrías aunque no desprovistos de tristezas. Filiberto Santiago Rodríguez
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez
Don Fili
Desde lo alto de la montaña, parecía que el llano había sido acuchillado en rectángulos perfectos. Algunos eran verdes, otros se mecían en un baile amarillento y unos más se pintaban con un color café de tierra oscura. A un costado de aquel valle, en el fondo de la barranca, se deslizaba un río. Era tan viejo, que solo le escurrían algunas lágrimas de agua. Junto al camino estaba Rolando, un niño de 12 años mirando las entrañas del precipicio. Por el miedo, su cuerpo temblaba como un amasijo de carne sin huesos. Sus ojos, ciegos por el sollozo, no lo dejaban ver; solo sentía que su bicicleta se había hecho pedazos allá, en la garganta de aquel río moribundo. Hizo memoria y recordó lo feliz que fue ese domingo de marzo. Entonces cumplía 10 años y sus padres, desde muy temprano, habían preparado el desayuno. Mientras se bañaba, los aromas se metían por debajo de la puerta inquietando a su nariz y boca. Su madre preparaba chocolate cada que había algún cumpleaños. Al terminar con la última migaja, como hacen las hormigas, le cantaron las mañanitas. —¡Ahora viene la gran sorpresa! —le dijo su padre. —Te vendaré la cara para que no veas el regalo —le dijo su madre, mientras le enrollaba un trapo negro sobre el rostro. Lo llevaron al patio de la casa y ahí le descubrieron los ojos. La miró recargada sobre el tronco del árbol de tamarindo. Tenía el mismo color del chocolate que había saboreado unos minutos antes. Corrió a abrazar a sus padres, demostrándoles su agradecimiento, de la única forma en que un niño de 10 años puede hacerlo. Un chorro de lágrimas bajaba por su rostro y con una voz cortada en minúsculos trocitos, decía: —¡Gracias por la bici, papi!, ¡Te quiero, má! El niño recuerda que ya sabía manejar cuando le regalaron su bicicleta. Sus primos le habían enseñado qué hacer para no caerse. En las tardes, después de ir a la escuela, hacer sus tareas y ayudar a sus padres, salía a pasear en su bicicleta color de tierra. Como si fuera una avalancha de rocas, Rolando se deslizaba desde lo alto de la cima de la colina hasta la llanura. Cruzaba los arroyos bañándose con las perlas transparentes de la brisa y recorría las veredas que bordeaban los campos amarillos de trigo. Por ser un pueblo muy pequeño, solo existían dos maestros. Uno atendía a los alumnos de primero y segundo. El otro profesor les impartía clases a los de tercero y cuarto grados. Para cursar el quinto año, Rolando pedaleaba en forma diaria seis kilómetros hasta el pueblo más cercano. El camino se asentaba sobre una planicie que iba zigzagueando las pequeñas colinas. Al niño le parecían ranas gigantes tomando el sol durante el día, para volver al río por la noche. La tarde de un viernes regresaba de la escuela. Al salir de una curva, no supo de dónde salió un perro queriéndolo morder. Perdió el equilibrio. Él cayó al suelo. Su bici se fue al barranco rodando...rodando... y rodando. Ahora su bicicleta se encuentra hecha pedazos allá, en la garganta de aquel río moribundo.
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez
Don Fili
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez Después del abandono de su esposo y de su hijo, Feliciana sintió una impotencia y una rabia que se arremolinaban en su corazón; eran olas embravecidas chocando con los riscos de la costa que erosionaban su paz interior, dejando a su paso una sensación de desolación y desesperanza. Sentada en la calle, al pie de la puerta de su casa, planeaba su venganza. En ese momento, su mente enredada, creaba una red de pensamientos tóxicos que nublaban su juicio y alma. Henry, el perro callejero de la colonia, se acercó a ella olfateándola. Al final terminó echándose junto a ella. No se sabe si lo hizo para pedir un poco de comida, o simplemente se ofrecía como un confidente para que ella se desahogara. Decidida a cambiar su destino, Feliciana aumentó sus amuletos de la buena suerte, tal como le había enseñado su padre. Día a día fue llenando su casa con esculturas de elefantes, provenientes de diferentes lugares. Los había de cristal soplado, madera tallada, porcelana china, plata, oro, cobre, hueso, cerámica, plástico, hierro y acero. Cada uno de ellos tenía un color especial, igual que un ramillete de flores silvestres en un campo verde. Con cada nueva adquisición, Feliciana sentía la esperanza de que su suerte tendría que cambiar. Cada vez que llegaba a su casa, se detenía un instante a contemplar su colección de elefantes, admirando la belleza de cada uno de ellos y en su mente se repetía que pronto recuperaría a su familia.Cuando se enteró que Leoncio se había casado con su amante, Feliciana sintió que el mundo se le venía encima. Pero lo que más le dolía era el hecho de que su hijo Leonardo hubiera sido testigo de esa unión. Feliciana se sentía atrapada en un torbellino de emociones, girando y girando sin poder encontrar una salida. Le dolía que el amor y la traición se hubieran unido para formar una tormenta perfecta en su interior, cegando su visión y agitando su corazón con fuerza. Creía ver que su mundo se derrumbaba ante sus ojos al imaginar a Leonardo en esa boda tan absurda. Era como si una espada afilada le hubiera atravesado el corazón, dejando una herida abierta y sangrante que no podía sanar. La mujer se encuentra de nuevo sentada en el umbral de su hogar. A lo lejos se divisa a Henry caminar pausadamente sobre sus cuatro patas. Al llegar junto a Feliciana, mueve su cola con entusiasmo y le lame las manos con su lengua húmeda y suave. De repente, desde el interior de la casa, se escucha un ruido ensordecedor. Feliciana y su mascota entran corriendo a la vivienda. La escena es caótica y desoladora: muebles rotos, objetos destrozados, y los pedazos de lo que alguna vez fueron sus elefantes de la buena suerte, esparcidos por doquier. Feliciana se abraza al cuello de Henry como si fuera su ancla de salvación en un mar de caos y desesperación. Juntos salen a la calle como dos elefantes sin manada que deambulan en busca de un refugio seguro. La oscuridad de la noche se apodera de la ciudad, mientras las primeras gotas de lluvia empapan el suelo con su cálido abrazo. La mujer y su mascota se pierden en la calle, dejando atrás el caos. A medida que avanzan, la lluvia empieza a caer con más fuerza, como lágrimas del cielo que lloran por la falta de fe en los elefantes, como símbolos de felicidad y buena suerte.
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez ¡Abrí la puerta! Mi hija, derramando lágrimas, corrió a abrazarme. Entre hipos y suspiros, me dijo al oído: ─ ¡Mi abuelo, mi abuelito! ─ ¿Qué le sucede a tu abuelo? ─¡Está muerto, dios mío, está muerto! Dicen que murió hace como dos horas. Mi abuelita llamó a mis tíos y con el ruido que están haciendo me despertaron. ─ ¿Cómo es posible que a ellos les avisara primero y yo, que estoy aquí, sea el último en enterarme? ─dije molesto, saboreando lo amargo de la injusticia. Mis hermanos ya habían llamado al médico para certificar la muerte. Recostaron el cuerpo sin vida, en un sillón de piel que se encontraba en su biblioteca. “Ahora que papá murió, me gustaría quedarme con todos estos recuerdos”, pensé, pero en un destello de lucidez, descarté esa idea por absurda. La habitación parecía ser más grande de lo que realmente era, su piso de parquet se esmeraba en parecer un espejo de madera. Las paredes desprendían aromas con sabor a caoba, al igual que el imponente escritorio plantado en medio de ese conjunto.Mis ojos fueron atraídos, como un imán, hacia un cuadro que pendíade la pared, susurrándome secretos en pinceladas. En letras cursivas, afirmaba de manera escueta: “¡Dios ha muerto!”, como un eco que perduraba en el aire, y en su esencia, llevaba el nombre de Friedrich Nietzsche. Caminé de un lado a otro tratando de asimilar la muerte repentina de mi padre. No me cabía en la cabeza, que unas horas antes, estuviera con vida, y ahora, se encontrara muerto. En la esquina del escritorio, se encontraba la estatua de Benito Juárez. Un día que mi padre no estaba, entré a ese santuario en penumbras y, en un descuido, tiré al suelo la estatua del prócer de la patria, a quien mi viejo tanto admiraba. Lleno de miedo por ser descubierto, corrí tratando de escapar del castigo, sin embargo, papá solo me dirigió una mirada de complicidad y no me dijo nada más, como si las reglas de ese rincón sagrado fueran más flexibles para mí. Sin soltar su Biblia y su rosario, mi madre se dirigió a la cocina para preparar café, chocolate y el desayuno que ofrecería a las personas, que vinieran a dar el pésame. La observé desde lejos: delgada, encorvada, vestida de negro y con un rebozo del mismo color cubriendo su cabeza y sus hombros. Bajo la luz vieja de un color mortecino, parecía una visión fantasmal, como un espectro que habitaba entre dos mundos. Nos quedamos solos. Mis hermanos se habían ido a dormir a sus casas. Mi hija se había ido con alguno de ellos. Solo nos quedamos el cadáver, mi madre y yo. ─Pero ¿porque no me avisaste? -rompí el silencio sin ánimos de pelear. ─Estabas ocupado como siempre, y no quise molestarte. ─ Me contestó con la mirada puesta en un punto fijo. ─Para algunas cosas no quieres molestarme, pero para otras sí. Ahora que necesitamos a mis hermanos, ya se fueron tranquilamente a dormir a sus casas, y como siempre yo tengo que hacerme responsable de todas las cosas. A veces pienso que no me quieres. ─Ya no digas más tonterías, eres igual a tu padre que de todo se molesta. Si no quieres ayudarme, vete y déjame sola. ─No digas eso y menos en estos momentos. La habitación quedó envuelta en un silencio muy profundo. De pronto, escuchamos el chirriar de unos huesos abisagrados. El filo del miedo parecía cortar nuestros cuerpos. Volteamos hacia la ventana con vidrios opacos de la biblioteca. Una sombra se movía. Corrimos asustados para ver qué pasaba. Empujamos la puerta y quedamos petrificados ante el espanto. ¡El muerto se había sentado! ¡Mi padre estaba sentado! Tenía la mirada perdida, pero estaba vivo. Sus ropas se habían manchado con un líquido rojo y viscoso. Mi madre empezó a gritar y luego lo abrazó, inspeccionando su cuerpo. “Tiene sangre en las manos, en los pies y en el costado derecho, como San Francisco de Asís cuando recibió los estigmas del Señor Jesucristo”, dijo mi mamá, antes de ponerse a rezar. Los ojos de mi padre brillaban de coraje, al punto de intentar golpearla, pero afortunadamente no la alcanzó. Entoncesle pedí a mamá que no se acercara y saliera de le habitación para evitar que mi padre le hiciera daño. “Tranquilízate, papá. Ahora vendrán a ayudarte”, le dije suavemente. Él no me contestó. Agotado, me senté en el piso lleno de sangre, preguntándome por qué Dios, en su infinita desconsideración, lo estigmatizó en contra de su voluntad, ¿qué significaba esto? Desde entonces, mi padre ya no es el mismo. Siempre camina con el ceño fruncido, como si estuviera enojado con la vida, con todas las personas, incluso con él mismo. Casi no habla con nadie, pero cierto día, me di cuenta de que, a escondidas de mi madre, se había llevado su biblia a la biblioteca. Nuestras miradas se cruzaron y yo no dije nada, solo le dirigí un gesto de complicidad y nada más, como si las reglas de ese rincón sagrado fueran más flexibles para él.
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez El caminar es lento, en la selva húmeda que rodea a Tuxtepec. El maestro rural viaja con una mula que cargasus pertenencias. Emilio se marchó de la Mixteca, cuando obtuvo una plaza en Playa Chica. Dejó su pueblo porque no había qué comer, las siembras, que año tras año se perdían por la falta de lluvias, lo obligaron a buscar otros horizontes. En ese lugar dejó a sus padres, no sin antes arrodillarse en el pequeño altar y recibir sus bendiciones. Ahora camina por un paraíso. La tierra es fértil y está cubierta por una exuberante vegetación, donde se guarda la sinfonía propia de la selva. De los cerros, fluyen riachuelos de agua fresca; mariposas multicolores adornan el jardín, como si fuera el mismo edén. Para llegar hasta aquí, Emi, como le dijo su madre cuando se despidieron, cruzó la sierra de Oaxaca, a través de una carretera sin pavimentar, a bordo de un viejo camión. En ocasiones, se atascaba en un mar de lodo, entonces, el conductor, ayudado por los pasajeros, aseguraba las llantas con cadenas, para desenterrar el vehículo. Absorto en sus pensamientos, el profe güero, como le dijeron sus hermanos cuando se enteraron de que iba a ser maestro, se movía en silencio, plagiando el trotar del caballo que montaba. Después de varias horas, se encontró con un río caudaloso, cuyas espumas golpeaban contra las rocas. Al ver que los borbotones de agua bañaban aquellos pedazos de tierra, Emilio pensó que la vida no era justa. En su mente, se presentaron los campos de su pueblo, secos y tostados, suplicando por una gota de agua. No pudo evitar bajar la cabeza, avergonzado, al revivir en su mente, aquella vez que, al ver sus cultivos marchitarse, alzó las manos al cielo y reclamándole a Dios, le dijo que, si quería matarlos de hambre, lo hiciera de una “maldita” vez, pero que no los hiciera sufrir más. Los susurros líquidos, al chocar con las piedras rugosas del río, despertaron a Emilio de su ensueño. En ese momento, se dio cuentaqueno había puente para atravesar ese cuerpo de agua. También descubrió, que Playa Chica estaba al otro lado. El profe empezó a hablar fuerte, como le enseñaron en la normal, para controlar a la clase:“¡Hola! ¿Alguien me escucha? ¡Soy el nuevo maestro! ¡Necesito ayuda para cruzar!” En el extremo opuesto, aparecieron los hombres del pueblo. Entreabrieron sus labios en señal de burla, y como no hablaban bien el español, hicieron gestos para indicar, que solo debía guiar a los animales, ya que ellos sabían nadar. Tiempo después, lo recibieron con gritos de alegría, y en su español masticado, le hicieron saber lo contentos que se encontraban, por tener un maestro que los apoyara. Le enseñaron el salón que hacía las veces de escuela; las paredes eran de tiras de madera y el techo de palma. Lo encaminaron a La Casa del Maestro, un anexo de la escuela, asignado para vivienda de los docentes. Ahí le ayudaron a colocar sus pertenencias. Una vez instalado, para cenar, al Profe Emilio le llevaron porciones de carne de venado, pescados sacados del arroyo y frutas de la región. Esa noche, comió de todo, bueno, casi de todo. El olor de los animales acuáticos resultó repugnante, para su paladar no acostumbrado, según sus propias palabras, por lo tanto, devolvió en secreto los pescados al río, bajo el amparo de la noche. Sus alumnos empezaron a acudir a la escuela. Siempre le llevaban algún regalo, incluyendo lo que llegó a ser un tormento para él: pescados. Al regresarlos al agua, sentía que la vida jugaba caprichosamente, el juego del mundo al revés. Una noche, mientras la luna llena se colaba entre las rendijas, los ojos del maestro Emi se llenaron con recuerdos de la casa, que dejó en aquel pueblo árido de la Mixteca. Se asomó por la ventana, y hasta las estrellas del cielo le parecieron peces nocturnos, que nadaban en la oscuridad. El río, como un hilo de plata tejido por las manos del tiempo, fluía suavemente. El maestro deseó uno igual, para que sus aguas bañaran los surcos de la Mixteca. Tomó el cuenco con los peces de mirada inmóvil, cuyas escamas reflejaban la luz en colores tornasol. Se sentó junto a la corriente y acariciándolos, les habló en voz baja: “Ustedes tuvieron la fortuna, de nacer en un lugar donde la vida palpita, mientras yo provengo de un sitio, donde la tierra se marchita, la vegetación se desvanece y los cuerpos de los hombres se vuelven áridos”. Tomó uno de los peces, con delicadeza lo depositó sobre la espuma blanca, como un anti-sacrificio. “A veces, temo que mi hijo olvide mi rostro o que yo olvide el suyo”, se dijo con lágrimas en los ojos, luego, tomó el cuenco con los demás peces, para sumergirlos en el cauce. “Vuelvan con sus familias, procúrenlas como las aguas del río procuran al pueblo”, exclamó sin que nadie lo escuchara, mientras los árboles suspiraban en silencio.
Ing. Filiberto Santiago Rodríguez Nochixtlán fue el inicio de mi vida en solitario, el descubrimiento de mi adolescencia, y Huajuapan, la cuna de mi despertar emocional. Era el año de mil novecientos sesenta, y yo estaba por terminar el quinto grado. Mi padre trabajaba en Yucuita, como maestro de primaria. Para el siguiente ciclo escolar, solicitó su traslado al pueblo donde había nacido. En Andúa, solo había dos maestros que enseñaban desde primero hasta cuarto grado. Cuando cumplí once años, en mi bicicleta desvencijada color chocolate, me fui a Nochixtlán, para terminar la primaria. Me abonaron en una fonda que se hacía llamar restaurante, en la parte trasera había un patio que funcionaba como “mesón”. Cada domingo de mercado, arrieros y campesinos llegaban con sus burros, mulas o caballos, a pasar la noche. Los animales eran atados a estacas de madera clavadas en el suelo lodoso, lleno de excrementos. Las personas buscaban cualquier rincón, donde generalmente abundaban las pulgas. En aquellos tiempos, no había energía eléctrica. Para enfrentarla oscuridad de la noche, las velas y los quinqués de petróleo, nos regalaban su luz. A las ocho se apagaban las luces, entonces, comenzaba el ritual de todas las noches: Desplegar mi petate de palma en el corredor de la casa, cubrirlo con gruesos sarapes de lana y envolverme en ellos, para soportar las heladas de las madrugadas de invierno. Recuerdo que El Sapo, cuyo apodo surgía del eco de Zapotitlán, lugar donde había nacido, también cursaba el sexto año de primaria. Él se volvió mi cómplice, al compartir durante tres años, el mismo corredor. Una tarde,cuando la noche empezaba a caer y el frío danzaba por las calles desiertas del pueblo, nos refugiamos en el “mesón”, el estercolero que se transformaba en santuario de nuestras confidencias y travesuras. Con una sonrisa cargada de enigmas, me miró y extrajo de sus bolsillos dos cigarros, uno de ellos fue a parar delicadamente a mis manos. Fascinado, con una ingenuidad fuera de lugar, le pregunté qué era aquello. Observé esos cilindros blancos, había contemplado a varias almas arder en su humo, pero nunca imaginé que tendría que tragarlo yo mismo. Volví a contemplarlos, al percibir su olor, un escalofrío se apoderó de mí. Con tranquilidad, el Sapo me explicó que eran para ahuyentar el frío, evidenciando que no era la primera vez que los fumaba. Los encendimos y comenzamos a devorar el humo del tabaco, contemplamos las volutas azules que ascendían al cielo, robándose pedazos de nuestras aflicciones. Inesperadamente, divisamos a lo lejos, la figura de la dueña del restaurante. Mi compañero ocultó la brasa entre sus dedos, yo, en cambio, me llené de nervios y traté de extinguirlo contra la pared, pero las chispas danzaron frente a los ojos atónitos de la restaurantera. Después de un sermón, y la amenaza de contárselo a nuestros padres, esa noche nos acostamos sin cenar. Pero a nosotros poco nos importó, pues estábamos impregnados del sabor a tabaco, como si nuestras almas se hubieran vuelto de humo. Al terminar la primaria, mis padres me enviaron a estudiara la Secundaria Benito Juárez en Huajuapan. En mil novecientos sesenta y tres, tomé nuevamente mi viejo veliz con mis escasas pertenencias y, junto con anhelos, miedos e incertidumbres sobre el porvenir, llegué a la tierra de Don Antonio de León. Para vivir, mi padre rentó un cuarto pequeño, cerca del centro de la ciudad. La casa de Don Josafat era grande y fresca, con un patio lleno de hermosos limoneros, que se inclinaban hasta el suelo, debido a la gran cantidad de frutos que colgaban de sus ramas, como si fueran brazos ofreciendo su producto. Durante tres años, mi organismo se impregnó con la esencia de los limones. Alrededor, había habitaciones de cinco metros cuadrados, con paredes de tejamanil, techo de lámina de cartón negro y piso de ladrillo rojo, que eran rentadas a los estudiantes. El dominó y la religión eran las aficiones del señor Josafat. Con frecuencia, invitaba a sus inquilinos para jugar una partida. Recuerdo la primera noche, que mi soledad se entrelazó con la necesidad de un juego compartido. Me invitaron a su mesa, una tabla larga y tosca que parecía haber absorbido los ecos de innumerables estrategias. Las sillas guardaban el mismo estilo del comedor. En la cabecera, el señor de la casa, con sus bigotes imponentes, parecía el capitán de esa partida. A su derecha, su esposa se erguía altiva, evocando a esas mujeres inmortalizadas en fotografías antiguas, como las que acompañaban a Porfirio Díaz. A la izquierda, su hija, un tierno botón de trece años, deslumbraba mis ojos como un brote de primavera. Completaba el cuadro, su hijo menor, un mocoso insoportable de unos ocho años. Me senté con timidez, como un pajarillo que se posa cauteloso en una rama desconocida. Con infinita paciencia, aquella familia me enseñó a construir un juego, que se convirtió en un pasaporte hacia nuevas habilidades. A pesar de que mis calificaciones no eran las mejores en la escuela, en el dominó descubrí el arte de contar y restar. Una danza numérica comenzó a tejerse en mi mente. Con ellos, aprendí a cocinar la sopa del juego, a distinguir la astucia de una mula de seises y a cerrar filas en equipo. En esas partidas, vislumbré el pensamiento lógico, ese laberinto de matemáticas y estrategias, que también encuentra su eco en la resolución de la vida. Quizás no fue el factor definitivo, pero el dominó desató una chispa, que más tarde me llevaría a sumergirme en el vasto mundo de las ingenierías. Lo que más me impactó, fue el ritual nocturno, que esta familia realizaba con la precisión de un reloj. A las once de la noche, en punto, el juego se suspendía. Entonces, el señor Josafat, su esposa e hijos caminaban en silencio a su capilla, para rezar el Santo Rosario a viva voz. Mientras subían, los pasos devotos resonaban de forma inquietante en las entrañas de la casa.Yo recibía sus insistentes invitaciones una y otra vez, para unirme a ellos, pero desde que tengo uso de razón, padezco “religiónfobia”, lo que hacía que declinara su atención para conmigo. En Huajuapan de León fue donde nacieron las primeras amistades firmes, las primeras tentaciones amorosas, y donde las desilusiones dejaron su huella marcada en el sendero de los años.
El cuaderno viejo temblaba en las manos arrugadas, que registraban las muertes de coronavirus en México, China, Italia, España y ahora, en Estados Unidos. Sandra se encontraba sumergida en un mar de noticias, que golpeaban su alma día y noche. ─Afortunadamente, nunca he salido del país, así que no tengo riesgo de enfermarme. ─Murmuró entre dientes, aferrándose a esa isla de seguridad.─Además, un gobernador dijo que la enfermedad, solo afecta a los ricos y no a los pobres. Permaneció pensativa, sopesando sus posibilidades desobrevivir.─Aunque tengo otras preocupaciones, ─sonrió nerviosa, ─Diabetes, hipertensióny, sobre todo, hace un mes cumplí sesenta y un años. Se diría que soy una flor frágil, en el jardín del tiempo. Pero lo que más atormentaba la mente de Sandra, era que sus hijos, Julio y Vicente, de veinticuatro y veintiséis años, se contagiaran. ─Llorando de nuevo ¿mamá? ─ le dijo Vicente, el mayor de sus hijos.─Ya te dijimos que no va a pasar nada,¬─añadió Julio.─ Vente, vamos a comer. Ya nos cambiamos de ropa y nos lavamos las manos, como dice la tele, ─se apresuró a decir Vicente, dándole unas palmaditas en la espalda a su mamá. Antes de sentarse, el comedor recibió su obligado baño de cloro diluido con agua, pero Sandra consideró insuficiente esa medida, por lo que sacó un aspersor y roció la mesa con agua bendita. Al mismo tiempo, sus labios pálidos, sin luz, pronunciaron unas palabras que solo ella entendió. Eran susurros de almas perdidas, en un laberinto de misterios. Se sentaron a comer en silencio. La penumbra los envolvía. A la luz le costaba trabajo entrar a ese espacio tan pequeño y lleno de orden. A la vista solo estaban los utensilios más indispensables; lo demás se encontraba bajo llave, como secretos celosamente guardados. ─Toda esa enfermedad la envía Nuestro Padre por todos los pecados que hemos cometido, ─aseguró Sandra con los ojos contraídos, luchando por serenarse. ─Es un grito de Dios a la humanidad ante la violencia, la corrupción, la eutanasia, la homosexualidad y… el aborto. ─ A Dios no le interesa la pandemia, ─dijo Julio y sus manos se tensaron. ─ Si existiera y tuviera el poder que le atribuyen, ya hubiera terminado con el virus. Los que están buscando la cura son los hombres, los científicos, y ya verás que lo van a lograr. Sandra tomó su taza y se sirvió café de una jarra, que se encontraba en una mesa de servicio, a un lado del comedor. Al regresar a su lugar, con un movimiento torpe, derramó su contenido y dejó una mancha sobre el mantel blanco, que era una pieza muy preciada, tejida por su madre, quien había muerto tiempo atrás. Los ojos de Sandra se clavaron en aquella mancha, antes de decir: ─Tenemos que hacer cadenas de oración, para detener el coronavirus, que es el castigo de Dios. ─ ¡Ya basta mamá! ¡Estoy harto de escucharte decir que Dios vendrá asalvarnos! ─exclamó Julio. ─Mira mamá, el Subsecretario de Salud dice que todo saldrá bien si nos cuidamos─ aseguró Vicente, ─pronto llegarán las vacunas, así que confiemos en que nada nos ocurrirá. Mi hermano está preocupado, porque perdimos nuestros empleos debido a la cuarentena, y no tenemos dinero. ─Eso no importa, si perdemos nuestra alma por tanta maldad, ─ dijo la mamá para sí misma. Sandra quedó petrificada, mientras en su mente comenzaba a formarse la idea, de que había descuidado los deberes cristianos de sus hijos, permitiendo que se convirtieran en lo que eran ahora. Se levantó sin decir nada. ─ ¿Qué pasa mamá, a dónde vas? ─Ignorando a sus hijos, sus pasos resonaron mientras se dirigía hacia la habitación, para encontrase con el crucifijo de metal dorado, que reposaba a un costado de su cama. Se arrodilló con devoción, trazó la señal de la cruz y musitó:─Padre nuestro, con confianza te pido que la plaga no cause más daño, que devuelvas pronto la salud y la paz, a los lugares donde ha llegado. Recibe en tu seno a los fallecidos y conforta a sus familias. Señor Jesús, médico de nuestras almas y de nuestros cuerpos, nos sentimos desamparados en esta situación de emergencia, pero confiamos en ti, que tu corona de espinas, Señor Jesucristo, destruya la corona del virus, que azota a la humanidad, danos tu paz. Amén. Un latigazo frío recorrió su espalda, como un espectro del pasado, recordándole un error de juventud. Su nariz estaba impregnada del olor a pecado, que se desprendía como un perfume oscuro. Aún recordaba a la curandera, cuando le arrebató del vientre, un pedazo de carne, que hubiera sido su hijo, y por cobardía, lo había sepultado a los tres meses. El secreto estaba a salvo, oculto en las sombras, sin haber sido confesado ni siquiera al cura. Desde entonces, odiaba los abortos, y en sus oraciones suplicaba a Dios que la perdonara. Sin darse cuenta, unas lágrimas escurrieron por sus ojos. Trató de sumergirse de nuevo en su oración, pero sintió un cosquilleo en sus fosas nasales. Era como si cientos de diminutas arañas estuvieran anidando allí dentro. De repente, se escuchó un estornudo, y luego otro. Sandra abrió los ojos desmesuradamente y se persignó con manos temblorosas. Filiberto Santiago Rodríguez
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